sábado, 24 de diciembre de 2016

El eterno presente, abandonarse al presente, El único instante real es el que estamos viviendo en este momento.



Las tradiciones espirituales de Oriente coinciden en afirmar que la permanente consciencia del presente es básica para afrontar el camino interior. Pero la huida interesada a que nos lleva la mente ordinaria a lo largo del día dificulta en extremo lo que debería ser un simple ejercicio de atención continuada.
La literatura y la filosofía han utilizado repetidas veces un precioso y ajustado símil, comparando nuestro tránsito por la vida con el curso de un río que nace, crece y pasa por diversas vicisitudes, para acabar fundiéndose con el mar, espacio infinito en el que se diluye y con el que se hace uno. Más allá de nuestra limitada mente, anida dentro de cada ser una energía sabia que ha sido denominada de diversas maneras según las tradiciones y a la que aquí nos referimos como el Yo Superior. Por el río de la vida, esta energía nos conduce a veces por espacios de calma, a veces por otros turbulentos, pero siempre con un significado profundo conectado a la esencia de nuestra propia razón de existir, aunque nos empeñemos en ignorarlo, sobre todo cuando contradice nuestra lógica o frustra cualquier expectativa. Sólo la presencia consciente en cada momento del tránsito por ese río que es la vida, con plena aceptación de lo que nos depare, ya sea ilusión, desesperanza, miedo, alegría, sufrimiento, etc., abre nuestro corazón acompasándolo al ritmo natural de la esencia única que somos.
En cada momento estamos donde tenemos que estar y vivimos lo que tenemos que vivir. Si esto lo tenemos claro, habremos superado la creencia engañosa de que controlamos nuestras vidas, cuando
es la energía de la vida la que realmente nos controla, la que nos guía.
Es verdad que esta afirmación parece abonar la teoría del determinismo, del fatalismo vital que niega el libre albedrío, pero nada más lejos de la realidad. Hace falta un gran acopio de fuerza interior y una actitud decidida para comprender y aceptar, más allá de lo mental, que sólo un estado de silencio interior y abandono sincero a la energía única que somos, con sus diferentes grados vibratorios, puede propiciar la apertura total a la verdadera libertad, sin cargas ni condicionamientos.
Abandonarse al presente significa aceptar sin condiciones el instante perpetuo, viviéndolo con plena consciencia. A partir de ahí, la lucha interna acaba desapareciendo y podemos asistir serenos al continuo discurrir de las emociones, sensaciones y pensamientos, que como nubes pasajeras aparecen y desaparecen, sabiendo que detrás siempre está el cálido sol que ilumina y alimenta nuestra existencia.
Todos nos hemos sentido transportados en algún momento especial y privilegiado, por un anhelo interior que nos impulsaba con una fuerza y una claridad incomprensibles para la mente pensante. Si sabemos escuchar dentro, si somos capaces en cada momento de abrir nuestra sensibilidad a la sabiduría interna, lo especial y privilegiado pasa a convertirse en normal y cotidiano. Un monje zen que había alcanzado la iluminación decía: "Antes de iluminarme iba al monte por leña, cultivaba la huerta y cuando tenía hambre comía. Después de iluminarme voy al monte por leña, cultivo la huerta y cuando tengo hambre como". Este comentario aparentemente simple, encierra una profunda actitud de consciencia y aceptación, ingredientes necesarios de la libertad que alcanza el que se entrega al presente en cuerpo y alma. Y ello es independiente de dónde uno se encuentre o de lo que pueda estar haciendo. Sri Aurobindo relataba que nunca vivió tan intensamente la libertad como cuando estuvo encarcelado en una celda de dos por dos metros, con posibilidad de ser fusilado en cualquier momento, durante la lucha por la independencia de la India frente a los ingleses. Cuando llegamos a descubrir la riqueza y potencialidad del mundo interior, todo adquiere una dimensión distinta, aparece más nítido el verdadero sentido de la vida y aprendemos a relativizar la importancia de lo externo.
No es necesario llegar a una experiencia de luz total ni convertirse en un ser superdotado. Basta con empezar a andar de manera paulatina el camino de la apertura interna, desde la humildad y la entrega confiada, abandonándonos a la experiencia de vivir plenamente cada instante por encima de deseos e interpretaciones. Y de pronto descubrimos cómo se produce el pequeño milagro en forma de progresivo acercamiento a la Fuerza que mueve el Universo, armonizando con todo lo que en él existe, sin que lo externo tenga verdadera importancia ni influya decisivamente en apartarnos de nuestra natural tendencia evolutiva hacia la Energía Total.
Pero está claro que nuestro camino va por otra parte. Estamos atrapados en el sinsentido de una vida que no nos satisface, cargados de condicionantes y problemas fruto de una cultura endógama, insensible y egocéntrica, en la que el becerro de oro es el auténtico rey. Así, nos hemos habituado a movernos por el presente de manera autómata, obsesionados por la zanahoria que nunca alcanzaremos y nos perdemos saborear la vida, sus pequeños y grandes momentos, mientras los pensamientos nos llevan una y otra vez, de forma machacona, a recrear ilusoriamente un pasado que ha muerto o a elucubrar sobre un futuro que nunca será realmente como imaginamos. Pero no se trata más que de una constante huida, porque tenemos miedo a mirar a los ojos a la única realidad existente, el permanente aquí y ahora.
Nos bastaría con acometer un cambio de actitud, restando importancia al pánico al vacío que nos amenaza, dejándonos llevar sucesivamente por espacios de calma, de turbulencia, de dolor o de plenitud, con sincero abandono, confiando a ciegas en la sabiduría de la Energía que aceptamos, sabiendo que todo lo que nos ocurre tiene un sentido, aunque nuestra pequeña mente no entienda y se rebele. Si comprendiéramos en lo profundo que el pequeño mundo en el que voluntariamente nos encerramos, con sus cargas y falsas ilusiones, no es más que una autodefensa ante el miedo que nos produce saborear la verdadera esencia de la libertad, romperíamos de inmediato las cadenas y desterraríamos la ansiedad y la insatisfacción. Es preciso desenmascarar la falsedad de las normas convencionales y hacer de la ley natural la única moral a seguir. Y lo natural, que deriva de naturaleza, supone vivir en armonía con el entorno y con nuestro interior en cada momento de nuestra vida.
Ciertamente, no siempre es fácil mantener un estado de calma interior y la huida ayuda a mitigar el sufrimiento cuando duele de verdad. Pero una actitud de aceptación y abandono, desde un cierto desapego, desde la atalaya del testigo que observa y no juzga ni se involucra, como predica la filosofía oriental, ayuda a rebajar la intensidad del dolor y a mantenernos de pie hasta que el temporal amaine. Hace falta fuerza y voluntad firme para ello, pues la resistencia a aceptar, hija del miedo, se esfuerza en mantenernos en el remolino hipnótico haciéndonos creer que avanzamos porque nos movemos, cuando en realidad estamos atrapados.
Pagamos un precio muy alto por sucumbir una y otra vez a la resistencia practicando el absurdo juego del avestruz. Creemos evitar el sufrimiento cerrando los ojos a la realidad, pero lo único que conseguimos es ahogar momentáneamente una energía que ha decidido expresarse y que tarde o temprano lo hará, transformada irremediablemente en dolor y desequilibrio. Como decía Jung, lo que no se aprende por discernimiento, se aprende por sufrimiento. Mientras, el miedo nos hace crear una engañosa sensación de estabilidad a costa de grandes dosis de tensión, insensibilidad, impotencia y autoengaño.
Abandonarse al presente significa no esperar nada. Sólo si no esperas nada lo tendrás todo. Pero abandono no es sinónimo de sumisión. Ambos implican no lucha, pero en realidad son opuestos. El abandono tampoco se consigue practicando una resistencia a ultranza mediante rígida disciplina. Este es un error en el que habitualmente se cae, pero abandono y resistencia también son opuestos. Mientras que la sumisión es impotencia y rendición, y la resistencia es tensión y lucha por una batalla perdida de antemano, el abandono exige una gran fortaleza interior, al alcance de todos si queremos ver, e implica una aceptación incondicional más allá de la comprensión ordinaria. Su materialización culmina en un profundo sentimiento de confianza y seguridad internas. Todo el simbolismo del abandono está recogido en el pasaje de la Biblia en el que Dios pide a Abraham que le sacrifique a su hijo Isaac. La terrible duda y dolor iniciales dan paso a una aceptación que traspasa los límites de la mente desorientada y rebelde. Cuando finalmente Abraham decide colocar a su hijo en el altar del sacrificio, abandonándose a la voluntad divina, Dios le hace comprender que estaba poniendo a prueba su confianza y su fortaleza, herramientas esenciales para recorrer el camino interior.
La prueba iniciática ha sido utilizada por muchas culturas para culminar el tránsito de la adolescencia a la madurez, demostrando que el miembro que la superaba poseía una fortaleza interna y externa suficiente para incorporarse plenamente al grupo y defenderlo de los peligros que pudieran acecharle. En nuestra actual cultura occidental, a falta de pruebas iniciáticas, es la vida la que se encarga de colocarnos a veces ante situaciones duras y difíciles en las que la fortaleza de ánimo y un espíritu de aceptación y abandono serán claves para su correcta resolución. Dos semanas antes de su muerte, visité en el hospital a un amigo que había contraído un cáncer diez meses antes. Era una persona muy convencional, temerosa, apegada a las normas y condicionantes sociales. En la hora y media que estuve con él, percibí un hombre distinto. Me habló de su lucha y posterior aceptación de los terribles dolores que sólo mitigaba con morfina. Me dijo: "Sé que voy a morir y no tengo miedo, pero si saliera de ésta, te aseguro que viviría la vida de otra manera. No te puedes ni imaginar lo que me han enseñado estos meses de enfermedad". También se refirió al dolor como un compañero de viaje que le aportaba plena consciencia del presente. Pero lo más impresionante de todo no eran estas palabras sino su mirada profunda y serena y el firme y a la vez pausado tono de su voz. Realmente era otra persona. A la salida comprendí que detrás del sentimiento de paz interior de mi amigo estaba su actitud de fortaleza y abandono en el viaje iniciático que había estado viviendo en el transcurso de su enfermedad.

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